V.O 317. Bicicletas

A finales de la década de 1880, en plena eclosión de la Segunda Revolución Industrial, con su mecánica popular y su amor por los cachivaches útiles e inútiles, se remataba la versión definitiva de dos inventos que, cada uno por su camino, transformarían la manera en la que percibimos el mundo y nos apropiamos de él: el cine y la bicicleta. Es fácil encontrar fechas coincidentes para justificar esto. En esos años, por ejemplo, tenemos al pionero francés afincado en Inglaterra Louis Le Prince rodando su Leeds Bridge (1888), cinta con la que Mark Cousins abre su personal Historia del Cine. En ese mismo momento y país se podían adquirir por un precio razonable una de las primeras bicicletas de seguridadque, a diferencia de aquellos temibles y nada prácticos velocípedos anteriores, podía ser manejada, sin miedo, por cualquiera. También ese año, al otro lado del charco, Eadweard Muybridge mostraba a Edison sus avances en la fotografía de seres vivos en movimiento, animándole así a desarrollar el quinetoscopio. Y solo unos meses antes, en 1887, el también norteamericano Thomas Stevens había completado la primera vuelta al mundo en velocípedo.

En Salida de los obreros de la fábrica Lumière (La sortie des usines Lumière, Louis Lumière, 1895) varios de esos obreros salen en bicicleta. Alguno va montado -cosa inconveniente en mitad de ese gentío animoso que no deja sitio-, y hay uno de ellos que seguramente se habría caído a causa de su empeño en posar pedaleando, si bien tiene la fortuna de que un compañero le salve al agarrar su manillar en un gesto que quizá sea el primer rescate desesperado de la historia del cine. Esos ciclistas, a pesar de la dura jornada en la fábrica y de lo pesadas que son sus monturas primitivas, sienten exactamente lo mismo que todos los que han montado alguna vez en bicicleta y han sabido disfrutarlo, el placer de ser felices con muy poco y el deseo de compartir esa sensación. Precisamente el cine nació para poder recrear emociones parecidas a estas. 

El siglo XX comenzó en occidente dentro de una burbuja de optimismo que, gracias a los avances tecnológicos, prometía diversión y comodidad para un futuro de más ocio y más paz. Aunque la historia después hizo lo que quiso con las esperanzas de la Belle Époque, al menos tanto el cine como la bicicleta sobrevivieron y siguen entre nosotros dándonos mucho por muy poco. Cada uno a su manera, estos dos inventos geniales nos proporcionaron nuevas perspectivas sobre la humanidad y sobre el tiempo, así como trastocaron la percepción del mundo del común de los mortales de una forma asequible y sencilla. El espectador, en la oscuridad de la sala, se deja transportar hacia un espacio vital que no es el propio, sino un cosmos que se va renovando con cada nueva escena en la que se encuentra y en la que nunca había estado. Algo parecido siente el ciclista que recorre nuevos paisajes o que se enfrenta a baches inesperados, y también quien a diario va en bici y aprovecha su recorrido para ensimismarse y dejar volar su imaginación, disfrutando de las pequeñas variaciones de una ciudad en obras o de las nuevas coloraciones del paisaje que traen las estaciones. Un fuerte viento frontal, una carretera cortada o una nueva compañera de ruta pueden renovar el paseo de cada día del mismo modo que una buena pelea, un beso inesperadamente apasionado o la muerte del bueno pueden ser la variación que nos conmueva en una nueva película de nuestro género favorito, la que incremente el placer de verla sin dejar de darnos lo que ya esperábamos de ella. 

Aunque la bicicleta y el cine comparten esa capacidad para generar vivencias individuales especialmente amables y vívidas, eso no ha bastado para que sus caminos hayan sido coincidentes. Solo de vez en cuando al cine le ha interesado este genial medio de transporte, y es razonable que así sea, pues al fin y al cabo las bicis son algo tan común, tan sencillo y tan disfrutable que poco margen dejan al drama. Si acaso es un drama que te la roben, o no tenerla, o que esté mal visto que la uses, o que te atropellen sobre ella… De todo esto verán ejemplos en la revista que tienen entre sus manos, pero aún más casos verán del uso habitual que el séptimo arte ha hecho de la bicicleta, que es tratarla como metáfora de la alegría, de la despreocupación y de la rebeldía. Una mujer en bicicleta fue, por mucho tiempo y en varias películas, motivo de crítica o chanza. Una pareja que pasea simulando andar con una bicicleta en ristre es un plano inolvidable de Los paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, Jacques Demy, 1967). Inolvidable también es la discutida y probablemente extemporánea escena de Paul Newman y Katharine Ross en Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969) con canción, bicicleta de seguridad y vaca peligrosa. Igualmente ya es imperecedero el cartero que quería aplicar criterios de eficiencia americana -vistos en el cine- que era Jacques Tati en Día de fiesta (1947), e imborrables son las bicis voladoras que acercaban a Elliott y a su amigo a su casa en E.T. y que eran el transporte habitual de Juno, de Donnie Darko. Son bicicletas inolvidables, sí, pero que no llevan a ningún lugar. Son iconos cinematográficos que emocionan y remueven, pero nada dicen de lo que es montar en bici. Apenas hay películas que hablen de las bicicletas, de lo que son, de quien las lleva. Algunas de ellas están aquí, en estas páginas, otras casi nadie las ha visto.

Quizá sí hubo un momento y un lugar en el que cine y bicicletas coincidieron en su lugar en el mundo. Me refiero a la Italia de 1948. En ese país devastado por la guerra y la miseria se estrenaron casi a la vez El ladrón de Bicicletas (Ladri di biciclette, Vittorio de Sica) y Totó en el Giro de Italia (Totò al Giro d’Italia, Mario Mattoli). La primera es una obra maestra incontestable, conocida por todos, que consiste en el deshilado de un drama terrorífico, como era entonces perder la bicicleta, el único medio de transporte y movilidad para un gran número de ciudadanos menesterosos. La otra es una comedia amable y sin pretensiones, dedicada al lucimiento de un cómico popular, si bien su tema era muy serio, tanto o más serio para el italiano de entonces que el robo de la bici a un pegacarteles. El ciclismo deportivo representaba en la Italia de 1948 un asunto de estado. Aparte de servir de válvula de escape de las muchas convulsiones políticas del momento, como suele ocurrir con los deportes de masas, sucedía que coincidían entonces en la carretera los dos grandes campeonísimos italianos: Fausto Coppi y Gino Bartali. De alguna forma, cada uno de ellos representaba a una de las dos Italias: la nueva, rebelde y transformadora (Coppi), y la tradicional, pía y ordenada (Bartali). Totó contó con ambos en su peliculita, y ahí se veía que no eran más que dos ciclistas -y pésimos actores- que competían entre sí, pero que se trataban con respeto y honesta familiaridad. Un ejemplo de confraternidad y mesura para el pueblo.

Quizá quede pendiente otro número futuro dedicado al ciclismo deportivo y al trato que el cine le ha dado. Sería un tema complicado de sacar adelante, porque la oferta es magra y de irregular calidad. En él habría que hablar por ejemplo de los documentales del director danés Jorgen Leth, de la entrañable El relevo (Breaking Away, Peter Yates, 1979) y de la muy mediocre La carrera de la vida (American Flyers, John Badham, 1985). La simpatiquísima La bici de Ghislain Lambert (Le vélo de Ghislain Lambert, Philippe Harel, 2001), a pesar de sus pocas pretensiones, devuelve una imagen muy nítida de lo que supuso la edad dorada del ciclismo a principios de los 70 en Bélgica, el país que más ama este deporte. También está la correcta y pertinente La petite reine (Alexis Durand-Brault, 2014) y hay muchos documentales que glosan obra y milagros de ciclistas, de carreras, en especial del Tour de Francia -mírense en youtube Vive le Tour (Louis Malle, 1962) si disponen de 20 minutos- y también, cómo no, del dopaje y sus tejemanejes.  

Cabe preguntarse por qué el cine no ha sabido retratar debidamente un deporte tan agonístico, tan estratégico y en el que tanto cuenta el disimulo y la gestión de la propia debilidad, cuando, de hecho, tiene bastantes coincidencias dramáticas y visuales con el boxeo, que es el deporte cinematográfico por antonomasia. También llama la atención que la cinematografía no se haya aprovechado de unas competiciones que suceden en las mejores localizaciones y que solo se pueden ver en planos potentes, como son los travellings interminables y los cenitales gloriosos, sobre todo teniendo en cuenta que el cine tuvo casi como primer género esos Phantom ride, esos paseos fantasmales de la cámara en el frontal de un tren o de un tranvía que aún hoy triunfan en internet remasterizados y coloreados por aficionados. En definitiva, es un enigma el que el cine no haya sabido sacar partido del ciclismo. Quizás la respuesta esté en un momento que la televisión francesa captó el 13 de julio de 1967, en la etapa nº 13 del Tour de aquel año. En la subida al Mont Ventoux, una montaña desnuda e implacable que se alza solitaria en la Provenza, el ciclista inglés Tom Simpson sube, intenta alcanzar la cima conservando un puesto digno, pero, a tres kilómetros de llegar arriba, se tambalea, cae a la cuneta, le atienden  y muere en directo. ¿Puede el cine superar eso? Pues sí, probablemente sí. La muerte en directo ya es un género en sí mismo, como ficción y como documental. Sin embargo, ¿cómo mostrar esto mismo y hacer emocionarse al público con las últimas palabras de Simpson:“subidme a mi bicicleta”? Eso es distinto, solo quien lo probó lo sabe.

Hay, por otro lado, un momento de la historia del cine que es un poco el reverso de esta irrepetible muerte de Simpson. En Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), la inmensa, profunda, inagotable road movie de David Lynch, el bueno de Alvin Straight se deja adelantar por un pelotón de cicloturistas con los que más tarde acampa. En una breve conversación con dos de ellos sobre la juventud y la vejez les deja claro qué es lo peor de ser viejo: “lo peor de ser viejo es recordar cuando eras joven”. Solo el cine puede hacernos empatizar con este viejo que recorre montado en un cortacésped más de 400 kilómetros para ver a su hermano, con quien no se habla. Los ciclistas no podían comprenderlo, pero ahora le entienden y le saludan, es uno de los suyos. No pedalea pero sabe a dónde va y, lo que es más importante, vive el recorrido.

Cuentan, por cierto, que los rodajes de David Lynch son todo lo contrario a lo que podamos imaginar. Que a pesar de lo crípticas y escabrosas que son sus historias, que aunque su trasmundo fílmico sea sórdido y decadente, en esos rodajes siempre hay buen rollo, que él todo el tiempo está de broma, que se muestra simpático, que levanta el ánimo del personal y que, entre plano y plano, ¿saben qué hace?: se pasea en bicicleta.

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