V.O 339 AMOR DE JUVENTUD

La Organización Mundial de la Salud establece el período de «juventud» entre los 15 y los 24 años. Los romanos, que inventaron la palabra, tenían una concepción algo distinta: el iuvenis andaba entre los 30 y los 45 y se definía, literalmente, por estar ‘lleno de vigor’ –si bien habrá quien, ya entrado en la cuarentena, cuestione dicha acepción–. Estos datos demuestran que la juventud no tiene edad: uno puede sentirse un viejo a los 30, o un chavalín a los 50 si se compara con un anciano de 80, porque ahora la gente se muere más tarde que en tiempos de Julio César.

La etimología del amor, por su parte, viene a completar, e incluso a alterar, nuestra percepción periodológica. El término «amor» en latín no tiene un origen claro, pero una teoría popular (y poco rigurosa) afirma que proviene de la unión de «mors» (‘muerte’) con el prefijo privativo «a-», conque el amor sería lo contrario a la muerte. Poco importa, en realidad, si esta es o no su verdadera raíz, porque el hecho de que la gente así lo haya creído ya dice mucho de la consideración social de la palabra. Y si amar nos aleja de la muerte, en buena lógica, también nos rejuvenecerá. Al menos mientras dure el enamoramiento –quién sabe si después pasa a restar años de vida. 

De forma parecida se complementan las raíces latinas de «adolescente» (adulescens) y «querer» (quærere). El primero es aquel que ‘adolece’, esto es, que presenta carencias, que no está completo; y, al «querer», estará ‘buscando’ aquello que le falta: hasta tal punto el romance resulta definitorio para los seres humanos en nuestra etapa de formación. Quizá por eso la historia esté plagada de narraciones que se esmeran en describir o revivir el primer amor. Baste recordar el rostro moribundo de Dirk Bogarde persiguiendo con la mirada al joven Tadzio en una playa veneciana (Muerte en Venecia, Luchino Visconti, 1971) o los últimos planos silenciosos, crepusculares, hipnóticos, de Elisa di Santis en La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013).

Durante la juventud, el enamoramiento adquiere una intensidad, una ilusión de trascendencia, que raramente suele repetirse cuando dejamos atrás esa etapa hormonal. Por eso, está popularmente aceptado que nunca se vuelve a querer como en la adolescencia. A su vez, conforme envejecemos, la distancia temporal favorece la idealización de ese pasado. Entonces, el primer amor, rodeado de un aura mítica, corre el riesgo de situarse en el horizonte de nuestras expectativas: marcando el curso de nuestra historia y eternamente inalcanzable. Por suerte, el cine constituye un estupendo lenitivo para esta paradoja: la pantalla nos ofrece la oportunidad de revivir una y otra vez las mariposas tiernas, tórridas y promisorias de nuestra juventud. 

El número 339 de Versión Original presenta una nutrida nómina de películas que han abordado este tema desde distintas perspectivas. En muchos de los títulos aquí glosados, el interés erótico-afectivo se presenta como parte de la maduración. Podemos verlo en películas protagonizadas por niños (Mi chica, por Tania Padilla), adolescentes (El año de las luces, por Blanca Paula Rodríguez Garabatos; Academia Rushmore, por Javi Aurre) o jóvenes que transitan hacia la adultez (Tal como éramos, por Valeriano Durán Manso). La mitificación de los idilios precoces se aprecia en películas como Un pequeño romance (Raquel Abad Coll), Antes del amanecer (Rodrigo Arizaga Iturralde), Test (Adolfo Monje) o Una historia de amor y deseo (José Manuel Rodríguez Pizarro). Pero también hay otras que atentan contra su romantización: Okoto y Sasuke (Manuel Pozo), El rostro impenetrable (Pedro Triguero-Lizana) o Suzhou River (Pedro Ramos Romero) son buenos ejemplos.

La corriente indie ha convertido este asunto en uno de sus favoritos; así lo demuestran 500 días juntos (Laura Bueno González), Amigos de más (Ángeles Pérez Matas), Una cuestión de tiempo (Bernardo Duarte Almeida), Falcon Lake (Iván Escobar Fernández) y Un verano con Fifí (Francisco Mateos Roco). Por su parte, el cine de género ha encontrado en él un sólida base, como puede verse en Fatal Frame (Daniel Alcázar Sainz) y Vampira humanista busca suicida (Jorge Capote).

También en la juventud hay margen para las relaciones atípicas (La mamá y la puta, por Guillermo Triguero), tóxicas (El consentimiento, por Pepe Alfaro) o subversivas (Hiroshima, mon amour, por Brenda Romero Casal). Pero si hay un punto de vista que se repite de manera ostensible en estas narraciones es el del recuerdo. La añoranza o la evocación del pasado se hacen patentes en títulos como Un amor inmortal (Victoria Aranda Arribas), Besos robados (Pedro García Cueto), La prima Angélica (Pablo Pérez Rubio), Tres recuerdos de mi juventud (Francisco Collado), La juventud (Roberto Penas Mariño), La reconquista (Sofía Otero-Escudero) y Vidas Pasadas (Diego J. Corral).

Les invitamos, pues, a sumergirse en las páginas de este número para recobrar, perseguir o celebrar el amor de juventud. Pero ándense con cuidado: el equipo editorial advierte de que su lectura puede provocar flechazos.

Victoria Aranda Arribas

 

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