VO 300
V.O 300.
Al tener entre las manos el número trescientos de Versión original, somos conscientes a bocajarro del esfuerzo titánico de esta revista ejemplar. Como en el cuento de Monterroso, la corta vida artística del cinematógrafo se contrarresta con la densa presencia e influencia que el cine tiene en nuestras vidas y en la manera de ver y explicarnos el mundo en los tiempos modernos. Quizá por ello, y haciendo gala de que el 300 es un número redondo, Versión original exhibe de nuevo su lozanía y se impone un nuevo reto para esta conmemoración jubilosa. De hecho, esta contundencia del 300, su rotundidad, que debemos asociar a la denodada lucha de la revista por sobrevivir en tiempos tan feraces de pandemia, nos evoca, entre otras resonancias, la archifamosa batalla de Leónidas y sus esforzados espartanos, que popularizó en la antigüedad Herodoto y resucitó en la actualidad el comic de Miller, cuya guinda maquilladísima fue la versión cinematográfica de Snyder a comienzos de este siglo XXI (que, por cierto, no era su ópera prima).
En realidad, nuestro contrafactum del cuento de Monterroso, que tiene más hechuras de título que de cuento, no es otra cosa que la ratificación de lo que Aute nos cantara recordando su juventud: “Cine, cine, cine / más cine por favor, / que todo en la vida es cine / y los sueños / cine son”. Versos que, a su vez, encarnan a la perfección el afán de Versión original, afán que se materializa en este número 300 tan especial.
He de confesar que, cuando conocí el feliz proyecto de este número monográfico de Versión original, dedicado a “óperas primas” cinematográficas, pergeñé una colaboración sobre una ópera prima concreta, que era, a la sazón, Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969) de Woody Allen, uno de los culpables favoritos en mi juventud de mi afición al cine. Esta película y su director me servían muy bien para explicar algunas cuestiones que me interesan especialmente al hablar de cine y, en concreto, de “óperas primas”. Por ejemplo, el hecho de que Allen, que era ya un guionista de éxito a finales de los sesenta, escribiera el guión de la película junto a su amigo Mickey Rose, lo que implica no solo el estricto control creativo sobre una primera obra, sino también la presencia del inagotable filón que hay en las relaciones entre literatura y cine o escritura y cine. O bien, el riesgo implícito que siempre se corre al apostar por un director primerizo. Allen cuenta en su autobiografía A propósito de nada cómo pudo hacer la película gracias a que unos tipos modernos al frente de la recién creada Palomar Pictures “aceptaron arriesgarse con un director primerizo”, lo que, en fin de cuentas, no fue sino un primer eslabón, como el autor confiesa, en la brillante cadena de su vida profesional, siempre “tocada por la suerte”.
Sin duda alguna, la (buena) suerte o el azar han sido muchas veces ingredientes imprescindibles de las “óperas primas”.
Y ello nos lleva a otra reflexión, en concreto sobre el propio marbete opera prima, de origen italiano, cuyo significado literal es “primera obra de un autor”; de manera que, en su estricto sentido, una “ópera prima” sobrepasa el ámbito cinematográfico. Sin embargo, es en este ámbito donde se ha consolidado su uso, quizá porque es en el cine -mucho menos en la literatura y prácticamente nada en la pintura, en la música, etc.- donde “hacer” la primera película siempre es más arriesgado, fruto de un complejo azar; o lo que es lo mismo: el resultado de la conjunción de fuerzas, fortunas, personas y medios muy diversos.
Es, pues, innegable la trascendencia, frente a las otras artes, que tiene el reto de una “ópera prima” en el cine, por ello en ocasiones -como es el caso de Trueba- el título de una primera película (Ópera prima, 1980) explicita el juego metacinematográfico que todo director de fuste se plantea en sus inicios (sin perjuicio del guiño de Trueba, en el caso citado, al barrio madrileño en que viven los protagonistas).
Ciertamente este monográfico habría sido muy especial si todas las “óperas primas” hubieran sido explicadas por sus autores, aunque ni la selección hubiera sido la misma ni tampoco los resultados. Sí tenemos ese privilegio en las cinco óperas primas que abren el monográfico; en el resto, la inmensa mayoría, las películas son seleccionadas por críticos o espectadores cualificados, que nos regalan su “imagen” de la ópera prima preferida. De ahí que, aunque las películas embauladas en este número 300 se han elegido por su naturaleza de “ópera prima”, no necesariamente se comentan y analizan bajo el prisma creativo de su condición primeriza. Y ello, frente al demérito aparente, tiene un interés y gracia especiales, porque los textos aportan una diversidad y abigarramiento de miradas enriquecedoras, que van desde el relato de la historia interna del proceso creativo de la obra, hasta la comunión emocional que la película nos despierta.
Obviamente son, como anticipábamos, muy reveladores y especiales, porque nos devanan en primera persona la fábrica de las películas, sus complejos procesos y azares, los textos (oportunamente presentados por Leonardo Brandolini) de los cinco realizadores que nos hablan de sus óperas primas. El de Fernando Colomo desmenuza su aventura con el “primer salto al largo”, que supuso en 1977 su película Tigres de papel; el de Emilio Martínez Lázaro se ocupa del nacimiento de sus experimentales Palabras de Max (1976); el de Enrique Urbizu dilucida su coral Tu novia está loca (1988); el de Mariano Barroso nos presenta su Mi hermano del alma (1994), cuyo rodaje le hizo entender la distancia que había entre sus sueños cinematográficos y la realidad; y el del joven Dani de la Torre nos habla de El desconocido (2015), haciendo hincapié en la magia de esa feliz “red de conexiones” que se necesita para culminar una película.
Tras estos textos iniciales, que encauzan el monográfico, el lector encuentra un nutrido corpus de comentarios sobre óperas primas de muy diversa factura y autoría.
De un lado, cabría destacar los textos sobre las óperas primas de directores ya canónicos en la historia del cine, aunque sus méritos no siempre sean homogéneos. El primer texto que encontramos analiza la memorable Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, y está rematado, a manera de “Epílogo”, por un genial e impagable regalo de Pedro Almodóvar a Versión original: un texto del manchego, fechado en 1980 y hasta hoy perdido, perteneciente al dossier de la película, en que narra un disparatado y divertidísimo episodio de Pepi metida a consultora sentimental.
Al texto sobre la película de Almodóvar, le siguen los referidos a las óperas primas de Jonh Huston, Terence Malick, Cimino, Ridley Scott, el citado Fernando Trueba, Icíar Bollaín, León de Aranoa, Amenábar, Molinero, Nicholas Ray, Borau, Visconti, Francisco Regueiro, Peckinpah, Fellini y Lattuada, Scorsese, Herzog, Peter Jackson, Garci, Christopher Nolan, David Lynch, los hermanos Coen, Hayao Miyazaki (y su cine de animación), Chabrol, Alex de la Iglesia, M. Night Shyamalan o Elia Kazan. Elenco que nos bambolea en un mareante y feliz viaje, heterogéneo y abigarrado, en el que lo nacional está, como debe ser, muy presente. Es obvio que no están todos los que son, pero indudablemente son todos lo que están, aunque sus méritos diverjan y hasta desconcierten en algunos casos.
También se rescata en un texto el experimento sorprendente que fue la conjunción de Robert Siodmak, Edgar C. Ulmer y Fred Zinnemman en la dirección de Los hombres del domingo, con guión de Billie Wilder.
Por otro lado, el monográfico ofrece otras colaboraciones que se centran en directores más jóvenes o heterodoxos y combativos -con presencia nutrida de mujeres-, directores que atesoran una fértil diversidad cultural o una exótica procedencia, como son los casos de Sofía Coppola, Miguel Cohan, Benh Zeitlin, Muayad Alayan, Juan Carlos Fresnadillo, Guillaume de Fontenay, Paul Thomas Anderson, Maïmona Doucouré, Darren Aronofsky, Céline Sciamma, Paula Ortiz, Mercedes Álvarez, Carlos Marques-Marcet, Piero Messina, Bong Joon-ho (el autor de Parásitos), Alejandro Lozano, o bien Gerard Quinto, Esteve Soler y David Torras (que comparten dirección en 7 razones para huir).
También encontramos textos sobre óperas primas en las que destaca abiertamente la condición y oficio de escritor del director, como en los casos de Rodrigo Cortés, de Juan Cavestany, de la poeta iraní Forugh Farrojzad, o del citado dramaturgo Esteve Soler, por mencionar solo algunos ejemplos destacados.
Incluso hay textos que se ocupan de óperas primas dirigidas por actores relevantes, es decir: por actores antes que nada, lo que redunda en la naturaleza coral, en la citada “red de conexiones” felices, que habitualmente existe en toda película. Nos referimos a los textos dedicados a óperas primas de José Sacristán, Carlos Iglesias o Barbra Streisand.
En suma, este espléndido número 300 de Versión original nos ofrece un meritorio catálogo de óperas primas, diverso, heterodoxo y singular, que nos permite sondear en la secular historia del cine; o lo que es lo mismo: sondear en el caladero impagable de un arte inmortal, en constante transformación, sin The End a la vista.
José Luis Bernal Salgado